domingo, 6 de noviembre de 2011

Diana


Se llamaba Diana, y aparentemente era una chica normal.

Su cabello castaño oscuro caía en desordenados bucles sobre sus hombros, confiriéndole un aspecto algo rebelde, alocado. Era famosa su costumbre de juguetear con algún mechón travieso, enrollándolo y desenrollándolo una y otra vez entre sus dedos. Gesto inconsciente que la delataba siempre, pues no podía evitarlo cuando los nervios la invadían.

Era una chica inquieta, de facciones dulces y ligeramente afiladas, ni muy delgada ni muy alta, tampoco excesivamente corta de estatura. Le encantaba la música, dar largos paseos en bicicleta y perderse por el bosque las tardes cálidas de primavera, caminando entre los árboles y dejando que algún que otro rayo de sol que juguetón se colaba entre la espesura le acariciase las mejillas.

Lo dicho, dentro de lo que cabe era una chica bastante normal. Entonces... ¿qué era lo que la hacía especial? Para Ryan era muy simple, lo había tenido claro desde la primera vez que sus miradas se cruzaron.

Sus ojos.

Esos ojos grandes de largas pestañas, cuyo color estaba entre el verde y el aguamarina. Ojos misteriosos de mirada impenetrable, ocultadores de secretos, a la vez inteligentes, expresivos, siempre con ese brillo pícaro y burlón, parecían reírse de un chiste inexistente. Ojos que se volvían negros cuando la situación lo propiciaba, augurando una tempestad en la que ningún hombre en su sano juicio le gustaría estar presente.

Esos ojos que en parte lo intimidaban, pero que habían conseguido cautivarle desde el primer momento.

Ojos que, se había propuesto a sí mismo, algún día conseguiría conquistar.

Que en no mucho tiempo, aunque ninguno de los dos lo supiera todavía, lograría que fueran suyos.
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