domingo, 27 de noviembre de 2011

Adelante, siempre hacia adelante. 
No hay oportunidad de volver la vista atrás.
Ya no.
Una árida y extensa llanura se extiende a tus espaldas, en mitad del camino, haciéndose cada vez más grande.
Y no serás tú quien intente recorrerla de nuevo. Ya no te corresponde a ti. Te cansaste.
Así pues ya sólo hay una opción... Seguir caminando, un lento e inexorable avance.
A lo lejos ya se puede divisar la ciudad, las luces, el bullicio, impaciente por incluirte en su dinámica.


Y aunque podría haber sido de otra manera, no lo han querido así.
Pero bueno, así es la vida. Caprichosa, inestable, intrigante. Llena siempre de nuevas expectativas.

Ahora solo queda seguir su curso y ver qué te depara este nuevo rumbo.
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domingo, 20 de noviembre de 2011

Nothing like a good book



Qué gran sensación...

" Cerré el armario, devolví la llave y la linterna a su lugar y regresé a la cama con el libro en mi mano enguantada.
No pretendía leerlo, y lo digo en sentido literal. Unas cuantas frases era cuanto necesitaba. Algo que fuera lo bastante impactante, lo bastante fuerte para acallar las palabras de la carta que seguían resonando en mi cabeza. Un clavo saca a otro clavo, dice la gente. Un par de frases, quizá una página y podría conciliar el sueño.
Retiré la sobrecubierta y la guardé en el cajón que tengo destinado a ese fin. Incluso con guantes toda precaución es poca. Abrí el libro e inspiré. El olor de los libros viejos, tan afilado y seco que puedes notar su sabor.
El prólogo. Solo unas palabras.
Pero mis ojos, al peinar la primera línea quedaron atrapados.
Fue como sumergirse en el agua."

(El cuento número trece,  Diane Setterfield)


...esa de sentirte totalmente atrapado entre las páginas de un buen libro.
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domingo, 13 de noviembre de 2011

El atractivo de lo imposible

"Diana levantó la mirada hacia la tía Edith para ver si la observaba, y luego recorrió con la vista el salón de su familia. Las antigüedades, las reliquias familiares y los objetos de arte parecían pequeños y sosos a la luz del atardecer. Pero la palpitación de su sangre, el rápido latido de su corazón y la piel encendida de su cuello, donde había estado la boca de Henry, aparecían luminosos y brillantes. A Diana le pareció que empezaba a entender por qué, en todas esas novelas que leía, los mejores amores eran siempre los amores imposibles."

(Latidos, Anna Godbersen)


Imposibles...

Atractivo fatal de la vida, perdición inevitable de las personas.
Imanes que nos atraen irremediablemente hacia un sufrimiento evidente, que aceptamos con entereza y hasta gusto.
¿Coherente?
Como todo en la raza humana, lamentablemente no.

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sábado, 12 de noviembre de 2011

Invisible

Se llamaba Fufú, y era de color transparente, tirando a invisible. También deliciosamente fresca; fría y suave, como la nieve recién caída.

Le gustaba acariciar los rostros de la gente en las calurosas tardes de verano, así como colarse, con aire juguetón, entre los dedos de los pies de los niños incautos que en sueños se desarropaban en las heladas noches invernales, viendo su vello erizarse mientras los recorría un escalofrío.

Pero había algo que a Fufú le gustaba más que cualquier otra cosa: volar. Le gustaba ascender sobre los campos y los tejados de las casas, subiendo tan, tan alto que las casitas y los coches parecieran simples juguetes, y los árboles simples manchitas verdes en medio de la inmensidad. Luego descendía en picado, sintiendo la adrenalina en cada parte de su ser, experimentando una sensación jubilosa imposible de plasmar con palabras. Se sentía libre, llena de vida. Más viva que nunca.

Un día, en uno de sus paseos por el campo, un bello sonido captó su atención. Un canto silvestre, cuyas notas la atravesaban y la hacían estremecer. Cautivada por la viva melodía se dispuso a encontrar su origen, llevándola su curiosidad hasta un gracioso jilguero.


Su cara colorada y sus alas amarillas contrastaban vivamente con el resto de su plumaje, de tonos pardos, blancos y negros. Fufú se quedó un rato escuchándole, a distancia suficiente para que no detectara su presencia. Estuvo allí hasta que el pajarillo se fue, sus elegantes alas y el color rojo alrededor del pico acompañando a su grácil vuelo.


Visitar aquel mismo lugar acabó convirtiéndose en costumbre, ya que, como bien comprobó Fufú, el jilguero pasaba por allí todos los días, deleitando a todos con su canto, más perfecto y vivaz cada día. Cada vez que lo veía, algo en su interior se revolvía. Se había dado cuenta de que desde hacía tiempo no era la misma. Se sentía extraña, más cálida, su mente se ponía a divagar con pasmosa facilidad. ¿Quizá un nuevo sentimiento estaba surgiendo en su interior?


Días después una idea comenzó a fraguarse en su mente. Hasta el momento no se había atrevido a hacerse notar, siempre miraba al pajarillo desde la distancia, pero se dijo que eso debía cambiar, tenía que hacer algo. Después de darle muchas vueltas, se le ocurrió una idea: puesto que él hacía disfrutar a todos con su canto... ¿Por qué no impresionarle ella con su vuelo? Pronto se puso manos a la obra, ensayando trucos, volteretas, dejándose el alma en la que era su pasión.


El día indicado se presentó en el lugar de siempre. El plan era en un primer momento pasar rozando sus plumas y así llamar su atención. Luego comenzaría su exhibición. Actuó según el plan, y tras mil vueltas volteretas y cabriolas, de ascensos imposibles y arriesgados descensos en picado, remolinos y espirales que quitarían la respiración a cualquiera, acabó con su pose final, esperando una reacción, algún resultado.


Pero al levantar la vista no encontró lo que esperaba. El jilguero seguía posado en la misma rama de antes, persiguiendo con la mirada a un gusanillo que avanzaba semioculto entre las hojas, pensando sin duda en convertirlo en su almuerzo.


Una poderosa decepción se apoderó de Fufú. La había ignorado completamente, es más, ni la había visto siquiera, no se había percatado de su existencia. Era completamente invisible para todos. Invadida por la humillación y la impotencia se fue corriendo del lugar, ascendiendo alto, cada vez más alto. Sentía su temperatura descender por momentos, cada vez más cercana a la del hielo. Amargas lágrimas habrían salido de sus ojos, si los tuviera. Se sentía sola, muy sola, más de lo que se había sentido nunca. 


No le quedaba otra cosa que acostumbrarse, se dijo, porque ¿qué otra cosa podía esperar de la vida? 


Al fin y al cabo ella sólo era una pequeña ráfaga de viento.



martes, 8 de noviembre de 2011

Insensatez

Una idea revolotea por tu mente desde hace un rato, con el ímpetu de un ave enjaulada que repentinamente  es liberada de su cautiverio. 

Su canto te persigue, mas una parte de ti trata de resistirse a él.

¿Sensato... o demasiado alocado?

Probablemente no debías, pero tampoco se pierde nada por probar... ¿no? :/
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domingo, 6 de noviembre de 2011

Diana


Se llamaba Diana, y aparentemente era una chica normal.

Su cabello castaño oscuro caía en desordenados bucles sobre sus hombros, confiriéndole un aspecto algo rebelde, alocado. Era famosa su costumbre de juguetear con algún mechón travieso, enrollándolo y desenrollándolo una y otra vez entre sus dedos. Gesto inconsciente que la delataba siempre, pues no podía evitarlo cuando los nervios la invadían.

Era una chica inquieta, de facciones dulces y ligeramente afiladas, ni muy delgada ni muy alta, tampoco excesivamente corta de estatura. Le encantaba la música, dar largos paseos en bicicleta y perderse por el bosque las tardes cálidas de primavera, caminando entre los árboles y dejando que algún que otro rayo de sol que juguetón se colaba entre la espesura le acariciase las mejillas.

Lo dicho, dentro de lo que cabe era una chica bastante normal. Entonces... ¿qué era lo que la hacía especial? Para Ryan era muy simple, lo había tenido claro desde la primera vez que sus miradas se cruzaron.

Sus ojos.

Esos ojos grandes de largas pestañas, cuyo color estaba entre el verde y el aguamarina. Ojos misteriosos de mirada impenetrable, ocultadores de secretos, a la vez inteligentes, expresivos, siempre con ese brillo pícaro y burlón, parecían reírse de un chiste inexistente. Ojos que se volvían negros cuando la situación lo propiciaba, augurando una tempestad en la que ningún hombre en su sano juicio le gustaría estar presente.

Esos ojos que en parte lo intimidaban, pero que habían conseguido cautivarle desde el primer momento.

Ojos que, se había propuesto a sí mismo, algún día conseguiría conquistar.

Que en no mucho tiempo, aunque ninguno de los dos lo supiera todavía, lograría que fueran suyos.
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